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LA GÉNESIS DEL SUPERHOMBRE


EL DESGARRAMIENTO DE LOS LIMITES

Nos habíamos puesto a buscar un yo en toda esta mecánica, por dentro y por fuera, teníamos tanta necesidad de algo que no fuera esa suma genética, esa ficción legal, ese “currículum vitae” que es como un currículum de muerte, esa suma de nuestros hechos y gestos, cuyo total es nulo o en perpetua esperanza de yo no sé qué, esa cresta de existencia que se escurre sin cesar bajo nuestros pasos y corre allá, a lo lejos, hacia otra ola, que es solamente la repetición más o menos afortunada de una misma historia, de un mismo “programa” enganchado en el ordenador con los cromosomas de los padres, los estudios, las formaciones y las deformaciones; teníamos necesidad de algo que no fuera esa cartera que paseamos bajo el brazo, ni ese estetoscopio, ni esa estilográfica, ni la suma de nuestros sentimientos, ni la suma de nuestros pensamientos siempre iguales, ni el total de mil rostros y de citas que nos dejan siempre igual y solos en nuestra pequeña isla de yo, que no es yo, que es un millón de cosas vertidas desde fuera, del entorno, de arriba, de abajo, por la vida, el mundo, los seres -¿dónde estoy yo, quien soy yo, aquí dentro, dónde estoy? Y esta pregunta se volvió tan sofocante que un día dimos un paso fuera – un paso en nada, que quizá era algo, pero era todo, la única salida de la isla de plomo. Y poco a poco, en esta pequeña distancia vacía entre esa sombra de yo mecánico y este algo, o está nada, que contempla todo eso, vimos crecer en nosotros una llama de necesidad, una necesidad que se volvía cada vez más intensa y gritaba más a medida que la oscuridad se espesaba en nosotros, y a nuestro alrededor, una llama de yo no sé qué que ardía en esa nulidad aplastante. Y lentamente, lentamente, como una imprecisa aurora bajo la noche, como una ciudad lejana bajo la bruma, vimos surgir pequeños destellos intermitentes, vagos indicios, tan vagos que eran como luces sobre un mar oscuro, del que no sabíamos sí estaban a veinte metros o a diez mil, o si sería el reflejo de alguna estrella, o la fosforescencia de las noctilucas bajo la ola.
Pero incluso esta nada, era ya algo en un mundo en el que no había absolutamente nada. Y perseveramos. Esta llama de necesidad se instaló en nosotros (o fuera de nosotros o en vez de nosotros), se convirtió en nuestra compañera, nuestra presencia en la ausencia de todo, nuestro punto de referencia, nuestra intimidad que arde y arde, y eso es todo. Y cuando más crecía, más llamaba en nosotros, más llamaba en esta nada vacía y sofocante, más se precisaban los signos, se multiplicaban, se encendían un poco por todas partes bajo nuestros pasos, como para decirnos: “ves, ves”, como si llamar al mundo nuevo lo hiciera nacer, como si algo respondiera. Y los pequeños fuegos frágiles se ponen en comunicación, se van afirmando, trazan líneas, coordenadas, pasos, y empezamos a entrar en otro país, en otra consciencia, otro funcionamiento de ser –pero ¿dónde está el yo en todo esto?, ¿dónde está el que dirige y posee, ese viajero singular, ese centro que no es ni el mono ni el hombre?
Y miramos detenidamente a derecha y a izquierda: ¿donde está el yo, ¿quién soy yo?... ¡No hay yo! Ni rastro, ni una señal, ¿para qué sirve? Sigue estando esa pequeña sombra delante, que amontonaba sentimientos, pensamientos, poderes, planes, como un mendigo con miedo a que le roben, miedo a no tener; que atesoraba en su isla, y se moría de sed, siempre sed en medio de la hermosa masa de agua: que trazaba líneas de defensa y levantaba sus castillos contra esa inmensidad demasiado grande para él. Pero hemos salido ya de la isla de plomo, hemos dejado caer nuestra fortaleza, que no era tan fuerte. Y hemos entrado en otra corriente que parece inagotable, un tesoro que se prodiga despreocupadamente: para qué íbamos a retener este minuto si el minuto siguiente es otra riqueza: qué necesidad íbamos a retener este minuto si el minuto siguiente es otra riqueza; qué necesidad íbamos a tener de pensar y prever si la vida se organiza según un plan diferente, que desbarata todos los viejos planos y deja entrever, de vez en cuando, en un segundo, en una bengala que es como una risa, una inesperada maravilla, una libertad súbita, un desencadenarnos por completo del viejo programa, una pequeña ley ligera que se desliza entre los dedos, abre puertas, hace oscilar de un golpe las consecuencias ineludibles de todas las viejas leyes de hierro, y nos deja, un instante, suspendidos en el umbral de un inconcebible deslumbramiento como si hubiéramos pasado a otro sistema solar –que quizá no sea ni un sistema-, como si el desgarramiento de los limites mecánicos de dentro, hubiera provocado un igual desgarramiento de los límites mecánicos de fuera.
Quizá porque estamos ante una sola y misma Mecánica –el mundo del hombre es lo que él piensa; sus leyes son el encadenamiento de su propio encadenamiento.
Sin embargo, hay una lógica en esta otra forma de ser, y es esta lógica la que necesitamos atrapar, -si es posible-, si queremos realizar conscientemente el paso al otro estado, no solamente en nuestra vida de dentro sino en nuestra vida de fuera también. Hay que conocer las reglas del paso.
A decir verdad, no se descubren fácilmente –porque son demasiado simples. Hay que experimentar, mirar, observar infatigablemente, y, sobre todo –mirar en lo microscópico. Y suponemos que los grandes primates de antaño que intentaban convertirse en hombres, debieron descubrir poco a poco el secreto del otro estado por medio de un millar de pequeños segundos-relámpago, donde se daban cuenta de que esa misteriosa pequeña vibración que venía a interponerse entre ellos y su acto mecánico tenía el poder de dar forma de otra manera al gesto y al resultado del gesto: un principio no material se ponía subrepticiamente a cambiar la materia y las leyes de la escalada de los árboles. Y, continuemos suponiendo, se quedarían muy sorprendidos ante la insignificancia del movimiento que desencadenaba tan vastas consecuencias (y sin duda era por eso por lo que se les escapaba desde hacía tanto  tiempo, era demasiado simple): “eso”, no requería vastas operaciones, grandes asuntos de simio, sino pequeños gestos, ese guijarro que se recoge por casualidad al borde del camino y que se retiene un instante la mano, el juego del sol sobre ese pequeño brote entre millones de brotes en el bosque tan parecidos y vanos. Pero a ese brote y a ese guijarro, se les mira con una diferencia. Y todo está en esta diferencia.
No existen pues cosas demasiado pequeñas para el buscador del mundo nuevo, y la menor fluctuación del modo vibratorio interior es anotada cuidadosamente junto con el gesto que lo acompaña, con la circunstancia que surge, con el rostro que pasa -y decimos bien “vibración”: el pensamiento tiene muy poco que ver ahí, pertenece a la vieja gimnasia mental, y no tiene más efecto para la consciencia nueva que la escalada de los arboles tenía para el primer pensamiento.
Es más bien como un cambio de coloración interior, un juego de sombras fugaces y de pequeños rayos de sol, de ligerezas y de pesadeces, una variación ínfima en el ritmo –tirones o deslizamientos tranquilos, o presiones repentinas que hacen levantar la mirada, claridades, malestares, zambullidas inexplicables.
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La condición de base parece ser pues esta pequeña claridad “detrás” esta corriente que crece: es necesario que el medio sea claro, si no todo se enturbia y ya no hay mirada en absoluto sino la vieja mezcolanza habitual.
Pero esta claridad es solamente una condición de base para otra cosa: la herramienta está limpia y lista para usar. Y volvemos a nuestra pregunta: ¿Cuál es esa especie de mirada que “desentierra” la consciencia nueva?... Puesto que se trata claramente de “desenterrar”: está aquí, no está a millones de kilómetros en el cielo ni en el espacio. Está tan próxima que no la vemos, es tan insignificante que pasamos de lado, como el simio pasaría mil veces al lado del rio sin ver el torrente de energía que podría transformar su mundo.
Nuestra mirada es falsa porque ve todo a través del prisma deformante de su mecánica.
Y esa mecánica es innumerable y sutil, está hecha de milenios de hábitos que son tan deformantes en sus diabluras como en sus sabidurías: es el residuo del antropoide que tuvo que levantar barreras para proteger su pequeña vida, su pequeña familia, su pequeño clan, tuvo que trazar líneas aquí y allá, estableciendo límites fronterizos, y de una manera general, tuvo que asegurar su precaria vida solidificándola en un caparazón de yo individual y colectivo. Hay, además, lo que está bien y lo que está mal, lo bueno, lo malo, lo útil, lo perjudicial, lo permitido, lo prohibido –y poco a poco nos hemos incrustado en una formidable red policíaca en la que apenas tenemos la libertad espiritual de respirar; y por si fuera poco ese aire está viciado por innumerables decálogos, que están exactamente un grado por encima del aire viciado por el carbono de nuestras mecánicas. En suma, estamos “rectificando” constantemente el mundo. Pero empezamos a darnos cuenta de que esa rectificación no es tan recta. No dejamos ni un segundo de ponernos nuestras gafas multicolores sobre las cosas para verlas con el verde de nuestra esperanza, con el rojo de nuestros deseos, con el amarillo de la moral y de las leyes totalmente hechas, con el negro…y todo está bajo la grisalla sin fin de la mecánica que ira y gira a perpetuidad. La mirada – la verdadera mirada-que tendrá el poder de salir de ese maleficio mental, es pues la que pueda posarse claramente sobre las cosas sin “rectificarlas” instantáneamente; posarse sobre ese rostro, sobre esa circunstancia, sobre ese objeto, como se posa la mirada sobre el mar infinito, sin intentar saber ni comprender nada –sobre todo comprender, porque intentar comprender es aun la vieja mecánica que quiere solidificar-; dejarse llevar por ese infinito tranquilo, fluido, dejarse bañar en lo que vemos, deslizarse en la cosa, hasta que, lentamente, como de lejos, como desde el fondo de un mar tranquilo, emerja una percepción de la cosa vista, de la circunstancia inquietante, del rostro cerca de nosotros; una percepción que no es un pensamiento, ni un juicio, apenas una sensación, sino que es el contenido vibratorio de la cosa, su modo de ser particular, su cualidad de ser, su música intima, su relación con el gran Ritmo que fluye por todas partes. Entonces, lentamente, el buscador del mundo nuevo verá como una chispita de verdad pura en el corazón de la cosa, de la circunstancia, del rostro, del accidente, un grito de ser verdadero, una vibración verdadera bajo todos los revestimientos negros y amarillos, azules y rojos –algo que es la verdad de cada cosa, de cada ser, de cada circunstancia, de cada accidente; como si la verdad estuviera por todas partes, a cada paso, sólo que está revestida de negro. Entonces, el buscador habrá puesto el dedo en la segunda regla del paso y en el más grande y más sencillo de todos los secretos: mira la verdad que está por todas partes.

SATPREM “La génesis del superhombre”

Traducción española: Instituto de investigaciones evolutivas





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