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El Miedo a la Muerte y los Cuatro Métodos para Vencerlo

En general, quizá el mayor obstáculo para el progreso humano sea el miedo, un miedo que es múltiple, innumerable, contradictorio, ilógico, irracional y a menudo sin razón. Y de todos los miedos el más sutily persistente es el miedo a la muerte. Tiene profundas raíces en el subconsciente, y no es fácil desalojarlo. Evidentemente, se compone de varios elementos entrelazados: el espíritu de conservación y la preocupación por la preservación para asegurar la continuidad de la conciencia, el repliegue ante lo desconocido, el malestar provocado por lo inesperado y lo imprevisible, y tal vez, detrás de todo ello, oculto en las profundidades de las células, el instinto de que la muerte no es ineludible y que, si se cumplen ciertas condiciones, puede ser conquistada; aunque, a decir verdad, el miedo en sí mismo es uno de los mayores obstáculos para esta conquista. Porque sólo se puede conquistar lo que no se teme. Así, quien teme a la muerte ya ha sido conquistado por ella.


¿Cómo superar este miedo? Hay varios métodos que se pueden utilizar para ello. Pero antes, es necesario tener algunos conceptos básicos que nos ayuden en nuestro empeño. El primer y más importante punto es saber que la vida es una e inmortal y que sólo las formas son innumerables, transitorias y quebradizas. 
Hay que establecer este conocimiento en la mente de forma definitiva y duradera, y en la medida de lo posible, identificar su conciencia con la vida eterna independiente de toda forma, pero que se manifiesta dentro de todas las formas. Esto proporciona la base psicológica indispensable para tratar el problema, ya que el problema sigue existiendo. Aunque el ser interior esté lo suficientemente iluminado como para estar por encima de todo miedo, el miedo permanece oculto en las células del cuerpo, oscuro, espontáneo, más allá de la razón, la mayor parte del tiempo inconsciente. Es dentro de estas profundidades oscuras donde hay que descubrirla, asirla y tirar sobre ella la luz del conocimiento y de la certitud.

Así que la vida no muere, sino que la forma se disuelve, y es esta disolución lo que la conciencia del cuerpo teme. Sin embargo, esta forma está en constante cambio y no hay nada que impida que este cambio sea progresivo. Sólo este cambio gradual podría evitar que la muerte sea inevitable, pero es muy difícil de lograr y requiere condiciones que pocas personas son capaces de cumplir. Así, según la categoría de los casos y los estados de conciencia, el método para superar el miedo a la muerte será diferente. Estos métodos pueden clasificarse en cuatro tipos principales, aunque cada tipo tiene un gran número de variedades; de hecho, cada persona debe desarrollar su propio sistema.
El primer método apela a la razón. Puede decirse que, en el estado actual del mundo, la muerte es inevitable; todo cuerpo que ha llegado a existir perecerá necesariamente un día u otro; y en casi todos los casos la muerte llega cuando debe llegar; su tiempo no puede ser acelerado o pospuesto; quien la busca puede tener que esperar mucho tiempo para ella, quien la teme puede ser golpeado por ella repentinamente, a pesar de todas las precauciones que haya tomado. La hora de la muerte, por lo tanto, parece ineludiblemente fijada, excepto para unos pocos seres que poseen poderes que la raza humana no posee generalmente. La razón enseña que es absurdo tener miedo de algo que no se puede evitar. Lo único que hay que hacer es aceptar la idea y hacerlo tranquilamente, día a día, hora a hora, lo que mejor se pueda hacer, sin preocuparse por lo que pueda pasar. Este procedimiento es muy eficaz cuando lo utilizan intelectuales acostumbrados a actuar según las leyes de la razón; pero tendría menos éxito con personas emocionales que viven en sus sentimientos y se dejan gobernar por el miedo a la muerte. Para estas personas, sin duda habrá que utilizar el segundo método, el de la investigación interna.

Más allá de todas las emociones, en las profundidades silenciosas y tranquilas de nuestro ser, hay una luz que brilla constantemente, es la luz de la conciencia psíquica. Id en busca de esta luz, concentraros en ella; está dentro de vosotros; con la perseverancia de la voluntad, estad seguros de encontrarla y tan pronto como entráis en ella, despertáis al sentido de la inmortalidad; siempre habéis vivido, siempre viviréis; os volvéis totalmente independiente de vuestro cuerpo; vuestra existencia consciente no depende de él; y este cuerpo es sólo una de las formas fugaces a través de las cuales os habéis manifestado. La muerte ya no es una aniquilación, es sólo una transición. Al instante, todo el miedo se desvanece y camináis por la vida con la tranquila certeza del hombre libre.
El tercer método es para aquellos que tienen fe en un Dios, su Dios, y que se han entregado a Él. Le pertenecen por completo; todos los acontecimientos de su vida son la expresión de la voluntad divina y los aceptan no sólo con pacífica sumisión sino con gratitud, pues están convencidos de que todo lo que les sucede es siempre para su bien. Tienen una confianza mística en su Dios y en la relación personal que mantienen con él; han hecho una entrega absoluta de su voluntad a la suya y tienen el sentimiento de su amor y protección invariables, con total independencia de los accidentes de la vida y la muerte. Se sienten constantemente echados a los pies de su Amado en absoluto abandono, o acurrucados en sus brazos, disfrutando de una perfecta seguridad. Ya no hay lugar en su conciencia para el miedo, la ansiedad o el tormento; todo esto es reemplazado por una calma y una deliciosa beatitud.
Pero no todos tienen la suerte de ser místicos.

Por último, están los que nacen guerreros. No pueden aceptar la vida tal como es, y sienten en su interior su derecho a la inmortalidad, una inmortalidad total y terrenal. Tienen una especie de conocimiento intuitivo de que la muerte es sólo un mal hábito, y parecen haber nacido con la resolución de vencerla. Pero esta victoria requiere una batalla feroz contra un ejército de asaltantes terribles y sutiles, una batalla que debe librarse constantemente, casi a cada minuto. Sólo aquel cuyo temperamento es intrépido debería arriesgarse. La lucha tiene muchos aspectos; se sitúa en varios planos que se entremezclan y complementan.
La primera batalla que hay que librar es ya formidable; es la batalla mental contra la sugestión colectiva, masiva, imperiosa, vinculante; sugestión basada en milenios de experiencia, en una ley de la naturaleza que no parece haber encontrado todavía ninguna excepción. Adopta la forma de esta obstinada afirmación: "Siempre ha sido así, no puede ser de otra manera". La muerte es inevitable y es una locura esperar que no lo sea. El consenso es unánime, y hasta ahora incluso los científicos más avanzados apenas se atreven a poner una nota discordante, una esperanza para el futuro. En cuanto a la mayoría de las religiones, han basado su poder de acción en el hecho de la muerte, y afirman que Dios quiso que el hombre muriera desde que lo creó mortal. Muchos de ellos han hecho de la muerte una liberación, una salida, a veces incluso una recompensa. Ordenan: "Sométanse a la voluntad del Altísimo, acepten la idea de la muerte sin rebelarse, y serán pacíficos y felices". A pesar de todo, la convicción mental debe permanecer inamovible para sostener una voluntad que no flaquee. Pero para el que se ha prometido a sí mismo vencer a la muerte, todas estas sugerencias no tienen efecto y no pueden afectar a su certeza basada en una profunda revelación.

La segunda batalla es la del sentimiento, la batalla contra el apego a todo lo que has construido, a todo lo que habéis amado. Mediante un trabajo diligente, a veces a costa de grandes esfuerzos, habéis construido vuestro hogar, vuestra carrera, vuestra obra social, literaria, artística, científica o política; habéis creado un entorno del que sois el centro y del que dependéis al menos tanto como él depende de vosotros. Estáis rodeados de un grupo de personas, familiares, amigos, colaboradores, y cuando pensáis en vuestra vida, ocupan un lugar en vuestra mente casi tan grande como vosotros mismos, hasta el punto de que, si os los quitaran de repente, os sentirías perdidos, como si una parte muy importante de vuestro ser hubiera desaparecido.
No se trata de renunciar a todas estas cosas, ya que constituyen, al menos en gran medida, la razón de ser y la meta de vuestra existencia, pero es necesario renunciar a todo apego a ellas, para que os sentáis capaz de vivir sin ellas, o, mejor dicho, para que, si os dejan, estéis siempre dispuestos a reconstruir una nueva vida en nuevas circunstancias, y eso indefinidamente, pues tal es el resultado de la inmortalidad. Este estado puede definirse como el de saber organizar y ejecutar todo con el máximo cuidado y atención, pero permaneciendo libre de todo deseo y apego; pues si uno desea escapar de la muerte, no debe estar atado a nada perecedero.

Después de los sentimientos vendrán las sensaciones. Aquí la lucha es despiadada y los adversarios son formidables. Saben percibir la más mínima debilidad y golpear donde estás desarmado; las victorias obtenidas son sólo temporales y las mismas batallas se repiten indefinidamente; el enemigo que creíais derrotado se levanta una y otra vez para golpearos. Se necesita un carácter fuertemente templado y una resistencia incansable para resistir todas las derrotas, todos los reveses, todas las negaciones, todos los desalientos y el inmenso cansancio de estar siempre en contradicción con la experiencia diaria y los acontecimientos terrestres.

Ahora llegamos a la batalla más terrible de todas, la batalla material, la que se libra en el cuerpo; porque es implacable e incesante. Comienza con el nacimiento y sólo puede terminar con la derrota de uno de los dos beligerantes: la fuerza de transformación y la fuerza de desintegración. Digo desde el nacimiento, porque de hecho las dos tendencias están en conflicto desde la entrada al mundo, aunque este conflicto no se hace consciente y voluntario hasta mucho más tarde. Pues todas las indisposiciones, las enfermedades, las malformaciones, incluso los accidentes, son el efecto de la acción de la fuerza desintegradora, así como el crecimiento, el desarrollo armonioso, la resistencia a los diversos ataques, la curación de las enfermedades, todas las restauraciones del funcionamiento normal, todas las mejoras progresivas se deben a la acción de la fuerza de transformación.
Más tarde, con el desarrollo de la conciencia, cuando la lucha se vuelve voluntaria, se convierte en una carrera competitiva desenfrenada entre las dos tendencias contrarias, una carrera para ver cuál de ellas alcanzará primero su objetivo: la transformación o la muerte. Es el esfuerzo ininterrumpido, la concentración constante para hacer descender la fuerza regeneradora y aumentar la receptividad de las células a esta fuerza, para luchar paso a paso, punto a punto contra la acción devastadora de las fuerzas de destrucción y decadencia, para arrancar de sus garras todo lo que es capaz de responder al impulso ascendente, para iluminar, purificar, equilibrar. Se trata de una lucha oscura y obstinada, la mayoría de las veces sin resultado aparente, y sin ningún signo externo de las victorias parciales obtenidas, de las que no puede haber certeza, pues el trabajo realizado parece siempre tener que rehacerse; cada paso adelante se paga la mayoría de las veces con un retroceso en otra parte, y lo que se ha logrado un día puede rehacerse al siguiente; en efecto, la victoria sólo puede ser segura y duradera si es total. Y todo esto lleva tiempo, mucho tiempo, y los años pasan inexorablemente, aumentando el poder de las fuerzas adversas.

Durante todo este tiempo, la conciencia es como un centinela de pie en la trinchera: hay que aguantar, aguantar a toda costa, el miedo a la muerte sin un respingo de temor, sin aflojar la vigilancia, manteniendo una fe inquebrantable en la misión a cumplir y en la ayuda de lo alto que te anima y te sostiene. Porque el triunfo es para los más resistentes.
Hay otra forma de superar el miedo a la muerte, pero está al alcance de tan pocos que se menciona aquí sólo a título informativo. Es entrar en el reino de la muerte voluntaria y conscientemente, mientras se está vivo; luego regresar de esa región al cuerpo físico para volver a entrar en él y reanudar el curso de la existencia material, con pleno conocimiento. Pero para esto hay que ser un iniciado.

Boletín, Febrero de 1954
La Madre





 

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